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Sala de espera
Andrea Donati
Estación Chacarita Anterior Ciciratas Siguiente

 

La enfermera te pide que te quedes afuera mientras le pone un suero a tu papá. Salís. En el pasillo hay varias personas desperdigadas. Una mujer sentada teje con una sola aguja, un hombre da instrucciones por celular para realizar un depósito en el banco. Otros miran un punto fijo en la pared. Cruzan las miradas y ya todos saben por qué están ahí, aunque no se hayan visto nunca. Caminás un rato en círculos hasta que te cansás y te sentás en una silla azul, de esas con agujeros que dejan marcas en las piernas.

Ves el cartel de Oncología encima de la puerta por la que entra el médico, que mueve la cabeza cuando te ve a modo de saludo. Es un hombre joven, canoso y de barba, que tu papá cree que es hijo de Zimmerman, un volante de contención del Independiente campeón del 83. Ya les dijo que no, que nada que ver, pero él insiste con su teoría en cada consulta. Termina por negociar diciendo que así como lo ven se defiende bastante bien jugando al fútbol.

El primer tratamiento no funcionó, el segundo tampoco, y esta es la tercera o cuarta internación. Ya perdiste la cuenta.

Hace unas semanas lo acompañaste a un consultorio de PAMI, y se sorprendió de que hubiera poca gente esperando. Le preguntó a la secretaria si era porque se habían muerto todos. Ella apenas balbuceó una negativa, indecisa entre la indignación y la risa.

En el auto te dijo que estaba haciendo una lista de música que quiere que suene en su velatorio. Solo pudiste prometerle no poner a Arjona. Pensaste en preguntarle si quería que lo cremen, pero se te atragantaron las palabras y se puso en verde el semáforo. Y ahora estás acá. No sabés por qué tarda tanto el oncólogo con él, qué tienen que hablar, si ya decidió no hacer ningún tratamiento más. Te preguntás qué recuerdos te van a quedar cuando ya no esté. Que come el chocolate con pan. Que le inventa a su nieto noticias de decretos imaginarios que prohíben la fabricación de los fideos codito. Que usa boina, en verano, con chomba, con pantalones cargo o chaleco de lana. Que cuando criticás a Argentinos Juniors te pregunta: “¿Pero vos sabés de donde salieron Sorín, Redondo y Batista? Y no te nombro a Maradona porque es afano”. Que siempre te habla de esa foto que te sacó cuando eras chica, con la campera roja y flequillo recto, en la plaza de Flores a la que iban los sábados a la tarde. Que tuvo un Taunus amarillo que olía a tapizado de taxi. Que hace los asados más ricos que comiste, y todavía no entendiste cómo logra que no se le caiga el repasador del hombro. Que te quiso enseñar a andar en bicicleta en una sola tarde, poniendo la mano en el asiento solo por unos minutos para darte envión, y te enojaste porque sentías miedo. Tenías miedo igual que ahora.

Te dejan entrar. Te despegás del asiento y te das cuenta de que efectivamente te quedaron las marcas redondas. Cualquiera puede identificar la espera mirándote las piernas. Ese tiempo elástico en el que concentrarse en cualquier cosa es imposible. Mirás sin ver el celular, respondés algún mensaje, abrís un libro solo para cerrarlo en la misma página.

Te quedás al lado de la cama mientras la enfermera regula la velocidad de las gotas del suero. Hay una silla, esta vez sin agujeros, te sentás nuevamente. En la cama de al lado hay un señor de cejas renegridas, tal vez teñidas, muy pálido. Duerme. El que debe ser su hijo abre y cierra la puerta vaivén y asoma la cabeza cada dos minutos. Suponés que es para ver si se despierta. O si respira. Pero el hombre solo abre los ojos cuando el de Hemoterapia entra al grito de “¿qué hacés, campeón? Hay que transfundirte de nuevo, che” y le palmea la pierna derecha cubierta por una frazada que alguna vez fue de polar azul. Pareciera que el saludo universal a los convalecientes consta de palmearle una pierna, más o menos a la altura del tobillo.

Mirás a tu papá, estirás tu mano para agarrar la suya, extendida al lado de su cuerpo. Ves su piel bronceada, las manchas propias de la vejez, las uñas prolijas. Le vas a agarrar la mano, pero te quedás a mitad de camino. En vez de eso, le acariciás la piel arrugada del brazo.

Llega tu tío, su hermano menor. Viene cada vez que lo internan, más de una vez al día, casi uniformado con chomba rayada y buzo. Le habla del clima, de algún partido de fútbol, de los logros académicos de su nieta y siempre remata las frases preguntando: “¿Qué te parece?”. Creés que viene un poco a eso también. A que su hermano mayor le dé indicaciones, le diga cómo seguir, como cuando eran chicos y huérfanos de padre, y se pasaba la tarde enseñándole matemática. Te estirás en la silla para saludarlo, sin levantarte.

—¿Le compro el diario y un pebete de jamón y queso?

—Papá es hipertenso, tío.

—Bueno, nena, le traigo una revista y un jugo entonces. ¿Por qué no te vas vos que estás cansada? Y yo me quedo.

Levantás los hombros. Quiero esperar a ver cómo le da el laboratorio —mentís. Te acomodás en la silla. La verdad es que no sabés a dónde ir.

 

 

Andrea Donati nació en Buenos Aires, en 1983. Es médica ginecóloga. Comenzó a escribir hace pocos años, cuando conoció el ciclo literario Las Sobras y asistió a un taller de escritura de Gabriela Bejerman.

 

 

 

 

 

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