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Lapiceras
Emiliano Salto
El Negro Vila Anterior Carne rota Siguiente

Primer premio

 

Tengo treinta años.

Julieta me dice que soy una borracha. Que le da vergüenza tener una hermana como yo. Trato de explicarle, como muchas otras veces. Le digo que mi tiempo no es el de ella, tampoco el de todos los demás; el pasado se mezcla con el futuro. Julieta no me escucha. La entiendo. Por lo que pasó con Azul, su nena, mi sobrina.

 

Tengo diez años.

Las manos de papá sobre la mesa del comedor, cerradas como piedras envueltas en raíces. Manos de boxeador. Entre ellas, el pastel de carne de mamá: un menjunje de gris-marrón que prepara desde antes de que yo naciera. Julieta y yo no comemos. A ella no le gusta la carne, yo estoy ocupada.

Papá me mira. No con interés, me mira para que empiece a comer. No puedo, soy la única que ve la mancha sobre el mantel: humedad de vino dulce. La mancha todavía no está, pero va a estar. En cinco minutos, papá va a volcar una copa de vino sobre el mantel. Lo sé porque ya estuve en ese momento.  Agarro un trapo.

—Basta, Mariana, dejate de joder y comé. —Papá me agarra el brazo y mira a mamá.

Papá tira del mantel y voltea su copa de vino. El líquido encuentra su lugar sobre la tela. Respeta con exactitud los márgenes trazados por la mancha que hace instantes solo era visible para mí.

Julieta y yo nos vamos a la pieza. Nos acostamos en las camas cuchetas. Ella en la de arriba y yo en la de abajo. En la cocina, mamá y papá discuten. Me tapo la cabeza con la colcha, cierro los ojos, pero no dejo de temblar. Julieta se asoma y me invita a subir a su cama. Me recuesto y ella me abraza hasta que me quedo dormida.

 

Tengo nueve años.

Estoy en una sala de urgencias. Tuve una convulsión. Me duele la cabeza. La doctora me muestra una lapicera, me pide que recuerde el color y la guarda. Me muevo en el tiempo. Me pregunta cuál es el color de la lapicera. Me muevo en el tiempo. Compro una lapicera parecida en una librería del centro. Tengo veinte años. Me muevo en el tiempo. Mamá usa otra lapicera para anotar un número de teléfono mientras me sostiene en brazos. Me muevo en el tiempo. La lapicera de la doctora es muchas lapiceras de mi vida. Al mismo tiempo, en cada salto de tiempo.

 

Tengo veintiún años.

Cojo con un odontólogo. Está bien.

 

Tengo veintiún años.

Trabajo en un bar. Un odontólogo me invita a salir. Quisiera poder controlar los saltos temporales, pero no puedo. Termina mi turno, empiezo a tomar. No pienso en ningún futuro, ni en ningún pasado. Tomar me nubla la memoria y me mantiene en el presente. Soy libre, mientras siga tomando.

 

Tengo doce años.

Despierto. La cama de arriba de la cucheta tiembla. Julieta se toca. Me levanto y corro para trabar la puerta de la pieza. Mamá abre la puerta, me empuja y se abalanza sobre Julieta. Le sube los pantalones a la fuerza y le explica gritando por qué lo que hace está mal. No es la primera vez que salto en este momento del tiempo. No es la primera vez que intento detener a mamá, pero nunca puedo impedir que entre por la puerta. No sé por qué, pero mamá siempre entra. El tiempo es uno, creo, y no cambia.

 

Tengo veintinueve años.

Segundo piso de la casa de Julieta. Ella salió a la farmacia. Yo me quedo para cuidar a Azul. Julieta no quiere dejarme sola con a su hija, dice que tomo mucho todavía. Igual, está apurada. La nena tuvo una infección de oído y a mí no me van a vender los medicamentos. No tiene alternativa. Prendo el televisor y en el canal veinticinco una publicidad muestra fuerza, independencia, poder, pero vende una camioneta. Azul corre torpemente por la habitación. Tiene cuatro años y parece una muñeca antigua. Antes, recién nacida, Azul era muy calva y seria, como un economista. Azul se acerca a la escalera que lleva a la planta baja. Entre ella y la escalera hay una pequeña cerca que debería impedir el paso de cualquier humano pequeño, un accidente, una muerte antinatural, aunque es natural que alguien se caiga por las escaleras. Vuelvo a la tele, pero el grito cortado de Azul me avisa que la cerca nunca estuvo trabada. Antes de que pueda levantarme del sillón, Azul llega a la planta baja y ya no se mueve. Mi sobrina no se mueve.

 

Tengo veintinueve años.

Espero en la cocina a que Julieta baje. En la puerta de la heladera, un dibujo infantil que muestra un gato hecho con crayones. Empiezo a llorar. Digo perdón, por lo bajo, una y otra vez. Julieta se acerca y pregunta qué me pasa. Yo no dejo de mirar el dibujo de Azul, y escucho el sonido de su risita de niña. La miro y me seco las lágrimas. Le digo a Julieta que estoy bien, que no me pasa nada. Ella dice que ya vuelve, que tiene que ir rápido a la farmacia, que cuide a Azul.

Cuando la nena y yo quedamos solas en la casa, la tristeza futura llega de nuevo. No necesito acordarme de lo que le va a pasar a Azul. Ya lo viví. Abro la heladera y saco una botella de vino.

 

 

Emiliano Salto nació en Neuquén, en 1987. Estudia Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Es docente y columnista de cine en radio. Participó de las antologías de cuentos Entre dientes (La otra gemela), Muertos de amor y de miedo (Ediciones de la terraza), Los dominios de la siesta (Hoy Día Córdoba), y en la colección Sonda Cartonera (Larvas Marcianas), entre otras. Publicó el libro de relatos No todo cierra (Llanto de mudo) y la novela corta de ciencia ficción PreFab (Borde Perdido).

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