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Ciciratas
Sabrina Álvarez
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Llega corriendo y el olor dulce de las ciciratas que acaba de hacer la madre con la receta de la abuela le entra por la nariz y se le hace agua la boca. Embarrado de pies a cabeza, se saca las zapatillas en la puerta, para que la mamá no lo rete. No toqués nada, andá a lavarte y vení que están recién hechas. La frase lo sigue como un eco hasta el baño. Deja la ropa sucia en un rincón. Apenas se lava la cara y se pone ropa nueva. ¿Ya te bañaste?, dice Mariano, el papá, con la boca llena. Fermín no contesta y se abalanza sobre la fuente. El padre se la corre cuando lo ve que agarra cuatro juntas y se las mete en la boca. Mirá lo que hace el glotón, se queja Mariano. Lo mismo que vos, que si seguís así, vas a salir rodando, le advierte Susana mientras vuelca más miel caliente sobre la torre. Por ser la primera vez que las hago, me salieron bastante bien, ¿o no? Sí, le contestan los dos. Las masas están una encima de las otras, pegoteadas en la miel tibia. Es imposible no chuparse los dedos. Fermín mira de reojo a la abuela —con el hambre que tenía no se dio cuenta de saludarla—. Se limpia la boca, las manos, y se acerca. Ella está sentada en el sillón que le compró Mariano, al lado de la ventana, con los ojos perdidos hacia la calle. Hola, abu, dice y le da un beso. Vení a terminar la leche que se te enfría, protesta Susana. No quiero más, musita sin darse vuelta y le pasa una mano por el pelo suave y lacio. La abuela no se mueve. A Fermín le gusta que sus dedos se cuelen por el blanco ceniza de su pelo. Mariano lo reta: ¿cuántas veces tengo que decirte que no la molestes? Fermín se da vuelta, mira a su papá y otra vez no le responde. Los molestos son ellos que están encima de él, de la abuela, y no dejan de molestar nunca porque viven discutiendo. La abuela no era así. Ella lo defendía y le hacía frente a Susana y retaba a Mariano para que no sea tan duro ni autoritario. Fermín se escondía entre las piernas de ella o detrás de la silla, le pasaba los brazos por el cuello, y la abuela decía: esperá que a esto lo arreglo yo. Y era cierto. Ahora lo enoja que no pueda abrazarla. No se va a caer otra vez. Está ahí, quietita. Mariano la lleva de la cama al sillón, del sillón a la cama. La trata como si fuera a romperse. Es mi abuela, quiere gritar. ¿Cuándo te vas a curar?, le dice al oído y tiene cuidado de que no lo escuchen, porque la mamá y el papá no hablan delante de él, aunque entre ellos sí cuchichean y se callan cuando Fermín aparece.

 

No me tratés así, ¿qué culpa tengo yo de que tu vieja se patinara?, mil veces le dije que no se pasee en pantuflas cuando encero los pisos. Eso le decía Susana a Mariano el día del accidente. A Fermín lo habían mandado a dormir, pero se olvidaron de cerrar la puerta del comedor. No sé, no te culpo —escuchó desde el cuarto—, pero, como siempre, están las dos a los gritos por cualquier pelotudez. Cualquier pelotudez no, vive defendiendo a Fermín, le da todos los gustos. Yo limpio y ella me apunta: nena, esto te quedó sucio; nena, acá hay tierra. Encima, les cuenta a los vecinos que la trato mal, que me la paso panza arriba, ¿te parece justo? Y vos que le das bola. Si sabés que mamá no tiene filtro, no entiendo cómo fue que se cayó, ¿hacia dónde iba? Qué sé yo, a perseguirme, como siempre, y eso que le dije, cuidado con la cera, pero viste cómo es, mi palabra no vale nada, se la llevó puesta, patinó y se dio la cabeza con la mesita ratona. Fermín se levantó y en puntas de pie fue hacia la puerta. Se asomó. Vio a su papá que se dirigía hacia la mesita y pasaba un dedo por el borde. Lo escuchó decir que el doctor Funes le había dicho que podía ser temporal, que la inflamación iba a ir disminuyendo, aunque en una de esas quedaban secuelas. Se volvió a ocultar cuando el papá sacó un papel que sobresalía por debajo del teléfono. Mariano se puso las lentes y descubrió que era una receta de cocina. Leyó en voz alta el anunciado: “El secreto está en el licor de anís”. Mirá vos, tanto insistir y al final se la sacaste. Susana chistó y dijo que sí. Estaba de buen humor, como nunca, igual, después me dijo que era otra receta, y comenzó con el tole tole de que yo no tenía paciencia. Mamá tiene esas cosas, ahora no te quejés porque al final la conseguiste. No sé, no sé, será tu madre, pero conmigo siempre fue dañina. ¡Pobre vieja!, dijo Mariano y ninguno de los dos habló más.

Fermín vuelve a la mesa y se sienta. Toma un trago de leche cuando ve que Susana saca otra tanda de la sartén y las incorpora arriba de las primeras. Las saborea, las compara en su recuerdo y comenta: se parecen, pero no están igual a las de la abuela.

El secreto está en el aceite, balbucea la abuela desde el sillón.

 

 

Sabrina Álvarez nació en 9 de Julio (provincia de Buenos Aires). Realizó talleres y clínicas en Casa de Letras junto con Adriana Romano, Martín Sancia Kawamichi y Nicolás Hochman. Sus cuentos fueron premiados en concursos literarios de la Argentina, Colombia y España. Muchas de sus obras forman parte de diversas antologías y revistas literarias. Piacenza (Modesto Rimba) es su primera novela publicada.

 

 

 

 

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